José Ignacio Torreblanca considera que España se ha convertido en el amigo invisible de Estados Unidos: un aliado estratégico de primer orden al que Barack Obama no ha visitado tras seis años y medio en la Casa Blanca. Efectivamente, los asuntos más relevantes en la relación transatlántica se tratan lejos de los focos mediáticos. A ello contribuye la orientación de la diplomacia española, reacia a enemistarse con rivales de EE UU, pero también la propia opinión pública en España, más antiamericana que la del resto de Europa.
Los avances en la relación bilateral logrados durante la última década son considerables. En especial, como destaca Torreblanca, los que conciernen a la cooperación militar. Desde 2011, la base estadounidense de Rota cuenta con cuatro destructores americanos con sistemas de combate Aegis; la de Morón está a punto de convertirse en el centro de mando americano para África Occidental. Se trata de dos enclaves imprescindibles para apuntalar la estrategia de seguridad estadounidense en el Magreb y el Sahel, que amenazan con convertirse en nuevos focos de terrorismo islámico. Pero los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy han dado un perfil discreto a estos acuerdos.
Ocurre algo similar con la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP por sus siglas en inglés), un ambicioso acuerdo comercial entre EE UU y la Unión Europea. La negociación del tratado en Bruselas está pasando desapercibida en España: en parte porque el acuerdo está resultando ser alarmantemente opaco, pero también debido a la ausencia de un debate público en nuestro país. Ocurre que no existe un consenso en torno a la viabilidad del tratado: el PP y CiU lo apoyan, en tanto que el PSOE se mantiene ambiguo y el resto de la izquierda lo rechaza. Pero ninguno de los partidos tradicionales quiere airear su apoyo unánime o condicional al tratado.
¿Cómo explicar esta cooperación soterrada? Parte de la respuesta tiene que ver, como señala Torreblanca, con no irritar a Pekín y Moscú: “España no quiere enemistarse con Rusia o China, a quienes nuestra política exterior mima y cultiva con denuedo, así que prefiere presentar el acuerdo con EE UU como una cuestión de hostelería sin demasiada importancia y aceptar que Rajoy sea un desconocido en Washington”.
Tal vez sea sólo parte de la explicación. Lo cierto es que España, como señala esta encuesta del Pew Research Center, se mantiene entre los miembros de la UE que peor valoran a EE UU (el único que nos supera claramente es Alemania tras las revelaciones de Wikileaks).
Se trata de una tendencia consolidada. Aunque la valoración del Obama es notablemente superior a la de su predecesor, el índice de popularidad del presidente americano en España se mantiene fielmente por debajo del de nuestros vecinos.
¿A qué se debe este desencanto con EE UU? Las raíces del tradicional antiamericanismo español están en gran medida en su historia. Como muestra Ángel Viñas en su libro sobre la relación entre Washington y Madrid durante el franquismo, América fue la gran esperanza blanca de la dictadura. Aquel famoso abrazo entre Eisenhower y Franco permitió a España ingresar en la estructura de defensa occidental, poniendo fin al ostracismo de un régimen que permanecía asociado con el fascismo. Este espaldarazo también aceleró el despegue de la economía española durante la siguiente década: Félix Tusell señala que el propio Franco caracterizó los acuerdos alcanzados con EE UU en 1953 como “en su origen militares, con derivaciones políticas y, en definitiva, de contenido económico”.
El apoyo de Washington al franquismo no terminó en 1975. Prueba de ello es la actitud de Alexander Haig, secretario de Estado de Reagan, que calificó el tejerazo como un “asunto interno español”, negándose a condenar el golpe de Estado. Paradójicamente, la OTAN –a la que la izquierda siempre se opuso, y en la que el PSOE de González terminaría por sentirse cómodo– resultó ser esencial para la reforma del ejército franquista, poniéndolo en contacto directo con fuerzas armadas más modernas y más sofisticadas, y que sin embargo insistían en el imperativo de acatar el liderazgo de los civiles.
La vinculación de Washington a la derecha autoritaria generó enemistad más allá de la izquierda española. Como muestra Viñas, los pactos entre Washington y Madrid se negociaron en condiciones asimétricas (EE UU estaba al frente del mundo libre, en tanto que la España franquista era un paria en la arena internacional), y dejaron un regusto amargo entre muchos negociadores españoles. Esta desafección estaba extendida dentro del propio ejército en tiempos de la transición: “Nos tratan como a cipayos,” exclamó en una ocasión un Manuel Gutiérrez Mellado frustrado con las condiciones americanas.
El antiamericanismo en España no es el mismo hoy que hace 40 años. Pero aflora cuando la política exterior americana le da ocasión: las manifestaciones contra la guerra de Irak en Madrid y Barcelona se contaron entre las mayores del mundo. Aunque la discreción que mantienen los gobiernos españoles no obedece exclusivamente a las preferencias de la opinión pública, lo cierto es que el miedo a parecer excesivamente cercanos a Washington –llamémoslo el complejo de las Azores– influye en sus cálculos.