Un mes después del secuestro de 300 niñas en el Estado nigeriano de Borno, Boko Haram, el grupo armado responsable del rapto, amenaza con vender como esclavas a las 276 estudiantes que permanecen capturadas. Francia, Reino Unido, y Estados Unidos están contribuyendo a la búsqueda de las estudiantes y la captura de Abubakar Shekau, líder de la insurgencia islamista. A estas alturas, la crisis ya tiene dos claros perdedores.
El primero es el ejército de Nigeria, cuya brutalidad deslegitima sus éxitos militares. Las fuerzas armadas son en parte responsables de la radicalización de Boko Haram, que adoptó la violencia en 2009 tras morir 17 de sus miembros en un ataque de las fuerzas de seguridad durante la procesión de un funeral. En octubre de 2013, Amnistía Internacional denunció la muerte de 950 militantes islamistas en cárceles controladas por las fuerzas armadas, entre ellas la de Giwa, conocida como el Guantánamo de Nigeria. En marzo de este año, Boko Haram asaltó una cárcel en Maidiguri, la capital de Borno, con el fin de liberar a varios de sus miembros. El ejército llegó después, enzarzándose en una matanza de centenares de presos que nada tenían que ver con el grupo armado. Ese mismo mes, las fuerzas de seguridad fueron informadas de la presencia de combatientes islamistas en una aldea de Borno. En vez de actuar de inmediato, el ejército esperó durante varios días sin hacer nada. Finalmente, bombardeó la aldea desde el aire, matando a 10 civiles. El episodio actual también rezuma incompetencia: según Amnistía Internacional, el ejército estaba alertado de la presencia de combatientes de Boko Haram con cuatro horas de antelación, pero fue incapaz de evitar el secuestro.
El segundo perdedor es el gobierno de Goodluck Jonathan. El presidente tardó tres semanas en hacer una mención pública al secuestro. Su mujer, Patience Jonathan, intentó encarcelar a dos activistas contra el secuestro. Muchas de las protestas populares, que están obteniendo una repercusión global a través del lema Bring back our girls (traed a nuestras chicas a casa), critican tanto la crueldad de Boko Haram como la incompetencia de Jonathan.
La gestión de Jonathan y la brutalidad del ejército nigeriano son síntomas de un problema mucho mayor. 64 años después de obtener la independencia, Nigeria continúa en ocasiones pareciéndose peligrosamente a un Estado fallido. El décimo mayor exportador de petróleo del mundo continúa lastrado por la miseria y la corrupción. En 2013, el país ocupó el puesto 144 de 177 en el índice de percepción de la corrupción que elabora Transparencia Internacional.
El último escándalo de corrupción tuvo lugar febrero. Ese mes, Jonathan despidió al gobernador del banco central, Lamido Sanusi. Sanusi, a quien la revista Banker nombró mejor banquero central de 2011, había acusado a la petrolera estatal, la Nigerian National Petroleum Corporation, de ocultar al gobierno nigeriano 50.000 millones de dólares de beneficios. El episodio generó un duro intercambio entre Sanusi y Jonathan, a quien el exgobernador acusa de estar rodeado de asesores corruptos.
Las fronteras nigerianas, trazadas artificialmente, suponen un problema añadido. El país contiene más de 500 grupos étnicos que hablan hasta 350 idiomas y está dividido entre un norte predominantemente musulmán, en el que se aplica la Sharia, y un sur cristiano. La falta de oportunidades en el norte, política y económicamente marginado, es el combustible que alimenta a Boko Haram. Para colmo de males las fronteras con Camerún, Níger y Chad son porosas. El ejército no puede obtener una victoria decisiva ante enemigos que se repliegan.
Boko Haram está debilitado, recurriendo al secuestro para mantener su enfrentamiento contra el gobierno de Abuja. Operaciones como esta acabarán con el apoyo popular del grupo, incluso en su bastión en el norte. Pero como observa Max Fischer, la insurgencia cuenta con el Estado nigeriano como aliado. Tras la aparición de Boko Haram no hay un cúmulo de circunstancias desafortunadas, sino una crisis estructural de Nigeria como país y Estado.