Los europeos siguen considerando la relación con EE UU como algo extremadamente importante. Este fetichismo transatlántico está dilapidando los intereses verdaderos de la UE y no ofrece a Obama el tipo de socio que busca en el nuevo mundo post-americano.
Con la guerra fría difuminándose en la historia y la globalización redistribuyendo el poder hacia el Sur y el Este, nos adentramos en un mundo post-americano. Europa y Estados Unidos están respondiendo a este cambio histórico de forma muy distinta. EE UU se esfuerza en sustituir su dominio global por una red de alianzas que le garantice seguir siendo un «país indispensable». La respuesta europea ha consistido en gran medida en poner todas sus esperanzas en la desaparición de George W. Bush. Pero, un año después de la elección de Barack Obama, está claro que el problema va más allá del líder. Lo cierto es que Europa y EE UU tienen expectativas diferentes sobre la relación transatlántica y percepciones divergentes respecto a cuánto esfuerzo vale la pena invertir en ella.
La administración Obama muestra una y otra vez su pragmatismo. En otras palabras, está dispuesta a trabajar con todo aquel que le ayude a hacer las cosas que quiere hacer. Este planteamiento tan poco sentimental tiene unas implicaciones trascendentales para Europa. En un mundo post-americano, lo que EE UU quiere es una Europa post-americana.
Si los europeos no responden al reto de Obama, podrían acabar cayendo en esa «irrelevancia» que tanto temen. Entre los 27 miembros de la UE no hay un verdadero consenso respecto a la clase de papel que quieren desempeñar en el mundo (ni hasta qué punto será un papel colectivo). Estas vacilaciones han frustrado los intentos europeos de relacionarse eficazmente con otras potencias como Rusia y China. Lo mismo puede decirse de su trato con EE…